Este disco no es estrictamente una novedad (salió el veintisiete de abril pasado) y ha sido mucho lo que se ha escrito sobre él en todo este tiempo, pero se pueden considerar lógicos algunos de los reparos que han retrasado la hora de atenderlo; uno de ellos es la cuestionable conveniencia, suficientemente contrastada a través de los años, de la reunión de grandes bandas tras largos períodos de separación. En el caso de Blur esta situación viene agrabada por el desastroso resultado de su último trabajo conjunto (Think Tank en 2003) y la más o menos traumática ruptura de la formación, especialmente tras las graves discrepancias entre sus dos miembros más destacados, Damon Albarn y Graham Coxon. También se puede sospechar que una reunión de este tipo obedece principalmente a motivos económicos, lo que es detectable por olfatos mínimamente avezados, y esto también requiere de un período de desengaño. Por estas y puede que otras razones cuesta poner muchas expectativas en este tipo de regresos; seguramente sea un prejuicio, pero en general no suelen dar resultados demasiado buenos.
Lo cierto es que el caso de Blur venía comentándose durante años; habían dado conciertos, participado en festivales y sacado sencillos esporádicamente durante estos últimos años de separación y la rumorología siempre anunciaba una inminente reunión que no terminaba de producirse. Parece ser que la chispa definitiva se produjo tras la cancelación de un festival en Tokyo, lo que provocó que la banda se quedara atrapada allí durante cinco días que dedicaron a componer nuevo material, y todo ello aceleró la gestación de este disco y esta algo improvisada reunión.
Quizás este carácter circunstancial e imprevisto, lejos de presiones y grandes expectativas, haya tenido su importancia en el más que aceptable resultado de esta reunión de Blur; porque The Magic Whip nos devuelve a una banda lógicamente más reposada pero cuyo sonido les aproxima más a sus primeros discos que a los últimos. Como si hubieran asumido con inteligencia esta nueva e incierta etapa y combinaran los toques de su característica jovialidad con la experimentación que ya practicaron antes de separarse y que Albarn continuaría practicando en solitario.
Así los lúdicos arreglos de Lonesome Street desprenden una vitalidad adulta, como la divertida y original mezcla de guitarras y electrónica de Ice Cream Man, los coros festivos de Ong Ong o el estribillo juguetón de I Broadcast. Por otra parte hay canciones de mayor densidad, como en los aires orientales de New World Towers, en los sintetizadores de Thought I Was Spaceman o en My Terracotta Heart. En otras hay mayor relevancia de la sección rítmica como en el pop grave de Go Out, en Pyongyang, en el acompañamiento de los bellos arreglos orquestales en There Are Too Many Of Us o en los aires soul de la destacada línea de bajo en Ghost Ship.
Poco más se les puede pedir si partimos de que la insolencia de los veintitantos es irrecuperable; han sabido reengancharse a los nuevos tiempos con inteligencia y sin perder las principales señas de identidad que les hicieron grandes en los primeros noventa, recreando con éxito parte de aquel sonido en varias canciones que no hubieran desmerecido en aquellos fantásticos discos de sus inicios.