Se hace difícil escribir sobre Bowie después de la lógica avalancha de reacciones provocada por su fallecimiento, y más aún hacerlo sobre un disco cuyas posibles interpretaciones se han disparado a raíz de un suceso tan inesperado. Nada puedo añadir sobre el enorme valor y la trascendencia de su obra en la música popular moderna que no haya sido dicho o escrito en estos días y que a muchos, entre los que me incluyo, nos ha servido de redescubrimiento a la vez que obligado repaso de una carrera única por sus extraordinarios atrevimiento, coherencia y calidad.
Es imposible abstraer la gestación de ‘Blackstar’ de las circunstancias que la acompañaron dado que ahora sabemos que dieciocho meses antes de su publicación le había sido diagnosticado un cáncer de hígado, algo que confiere a su contenido un valor que no tendría en otras circunstancias. De la misma manera escuchar y descubrir ‘Blackstar’ en estos días conlleva una inevitable carga trascendente que el tiempo irá poniendo en su lugar.
Ya en 2013 con ‘The next day’, en su regreso tras diez años de silencio, Bowie había demostrado conservar un excelente estado de forma creativo, y en este trabajo recién presentado lo mantiene añadiendo un toque experimental en alguna de sus canciones a la vez que un aire jazz en sus interpretaciones, conferido por los músicos reclutados en la escena neoyorquina, y apoyado en la sabia mano de su estrecho colaborador Tony Visconti. El resultado es un trabajo oscuro, compacto en su contenido, ambicioso y complejo que supone un importante cambio de dirección con respecto al anterior y en el que no encontraremos ningún nuevo himno atemporal pero que muestra un ejemplo más del inquieto talento de Bowie y de su extraordinaria habilidad para la sorpresa y la reinvención.
El disco lo abre a modo de oración Blackstar, la canción más oscura, que mezcla electrónica, percusión y ligeros toques orientales en sus tres partes claramente divididas, siendo la central la más ligera. Aumenta la influencia del jazz en Tis A Pity She Was A Whore, casi una jam en su sección de vientos, en la que destacan la contundencia de la percusión y la magnífica capacidad vocal de Bowie. Lazarus conlleva una enorme carga emotiva por su tono casi confesional, preciosa en su pausa y potente en su base rítmica, al igual que en la más jazzística y narrativa Sue (Or In A Season Of Crime), protagonizada también por el ritmo y en menor medida por la electrónica y llena de energía en su parte final. En Girl Loves Me reconocemos un Bowie más clásico sin abandonar el experimental tono general del disco, al igual que en la dramática belleza de Dollar Days, sustentada con delicadeza en el piano, el saxo y la guitarra y que, junto a I Can’t Give Everything Away, completan un hermoso cierre lleno de paz en el que se hace complicado evitar un cierto sentimiento de tristeza.
Todo un ejercicio de sabiduría al alcance de muy pocos el que nos entrega Bowie a modo de despedida, una obra mayor, libre y valiente, que en su mayor parte abandona los cánones del pop y el rock para dejarse llevar por el instinto y avanzar por exigentes y generosos terrenos que solo pueden transitar los genios como él.