Soy una de esas personas que siguen comprando discos (en mi caso CDs, nunca tuve tocadiscos por lo que el vinilo es un ser extraño para mí, yo pasé de las casetes a los CDs), y ese hecho provocaba, generalmente, una gama de reacciones que iba desde la mirada ‘este tío es un primo porque paga por algo que se consigue gratis’ hasta ‘este tío es un friki’. Vale, lo que queráis, y alguna vez hemos señalado que nos podéis llamar materialistas o enganchados al fetichismo del objeto, pero ya hemos hablado también lo mucho que echamos de menos las tiendas de discos. Pues bien, ahora tenemos un grandísimo libro que nos cuenta el proceso de hundimiento de la industria musical a través de la piratería. Ojo, ese sector tiene buena parte de culpa de lo que le pasó, entre su visión cerrada de la situación y sus tácticas que le alejaron del consumidor potencial, ahí está el precio de los CDs. Stephen Witt ha escrito un ensayo que se lee como una novela bajo el título Cómo dejamos de pagar por la música. El fin de una industria, el cambio de siglo y el paciente cero de la piratería (Contra). Devorado en unos pocos días, me ha recordado a esas películas sobre cosas que, a priori, están muy alejadas de cualquier glamour y te enganchan por la forma de contarlo. Una de ellas podría ser la fantástica La Red Social (2010) de David Fincher sobre la invención de Facebook, y la otra la notable Moneyball (2011) sobre algo tan anodino como el béisbol (y en este caso sus fichajes), protagonizada por Brad Pitt y Jonah Hill, y las dos con guión del gran Aaron Sorkin. Pues bien, la narrativa, el estilo y la tensión del libro de Witt me recordaba en cierto modo, salvando las distancias, a este modelo.
No voy a destripar mucho del libro, creo que cualquier aficionado de la música, y el que no también, tiene que leerlo. Todos conocemos cómo fue el proceso de hundimiento de la industria musical tras tocar el techo en la frontera entre el siglo XX y el XXI. Una industria que no supo leer lo que se le venía encima. También entra en cuestión, no podía ser de otro modo, la cuestión moral de cómo una buena parte de la sociedad ha considerado que no pagar por la música es algo legítimo, aunque Witt lo hace sutilmente, y reconoce que él acumulaba también miles y miles de canciones que nunca escucharía. El libro se estructura en torno a tres grandes ejes que se van intercalando en el libro: la revolución tecnológica de la invención del MP3 a cargo del ingeniero alemán Karlheinz Branderburg; la trayectoria de Doug Morris, uno de los grandes popes de la industria discográfica; y Dell Glover, trabajador de la planta de fabricación de CDs de PolyGram en Carolina del Norte. El primer capítulo parece, comenzando con todo el proceso del MP3, parece alumbrar una historia más ‘farragosa’, pero no, a algo tan poco atractivo Witt le da su toque y gana en interés. La historia de Morris tien el atractivo de todo tiburón de cualquier sector, pero Witt acierta, como en el resto del libro, en contextualizar a sus personajes para comprender y explicar su papel en toda esta historia. Y finalmente tenemos a Glover, ese ‘paciente cero’ a través de la filtración de los CDs de la fábrica donde trabajaba. Si todo el libro es brillante, cómo se cuenta y articula la historia de Glover, que no tiene nada de especial, es la parte mejor conseguida. Son los tres personajes principales pero no los únicos, ni mucho menos.
No quedan tiendas de discos, eso es un hecho, y ya hemos hablado de ello en no pocas ocasiones, fue un modelo que se va quedando atrás víctima de una industria ciega y egoísta y de la interpretación de un sistema de valores que hace que para buena parte de la sociedad la piratería fuese algo legítimo. En mi reciente viaje a Estados Unidos pude comprobar que incluso allí, el modelo estaba esquilmado. Tuve la oportunidad de visitar San Antonio y Austin, dos grandes ciudades de Texas, durante tres meses. En la primera, una urbe de más de un millón de habitantes, cuando preguntaba por tiendas de discos me miraban extrañado, me decían que no había. En Internet aparecía una como la más destacada, Hogwild. La fotografía daba la impresión de una imagen sacada de la película High Fidelity (2000) pero nada más lejos de la realidad, una visita un sábado por la tarde me mostró un lugar deprimido, con muy pocos discos de novedades y un poco más de segunda mano. Seguro que en su día fue otra cosa. A poco más de cien kilómetros al norte, Austin, la capital del Estado y una de las ciudades más musicales de Estados Unidos, tampoco ofreció mucho más. Mis amigos de Austin me comentaron que habían cerrado la gran mayoría y sólo quedaba una, Waterloo Records, en el Downtown. Waterloo era otra cosa, era el reflejo de un pasado que no volverá. Impresionante y con todo lo que te podías imaginar, era el lugar perfecto para perder horas allí, donde no paraba de transitar gente, aunque más en forma de goteo. Estábamos en Austin, también cerca del millón de habitantes, y no había otras tiendas de discos. Witt nos ha contado el proceso de hundimiento de este modelo en un libro imprescindible y obligatorio, lo tenemos muy asumido pero nos agarramos a ese formato físico y nos siguen mirando como los raros.