Comenzaba a hacerse larga la espera de nuevo material de Lapido, cuatro años en los que ha girado su «Formas de matar el tiempo» (2013) además de hacerlo también junto a Quique González («Soltad a los perros») y reeditar y girar la «Maniobra de resurrección» de los 091. No ha tenido mucho tiempo por tanto para escribir y grabar este esperado regreso en solitario, la octava referencia de una carrera silenciosa y necesaria, poderosa e imprescindible, que sin aspavientos ha crecido hasta presidir el panorama rockero nacional. Fiel a su gente y a su estilo repite banda (a excepción de la incorporación de Jacinto Ríos al bajo) junto a Víctor Sánchez, Raúl Bernal y Popi González, y rearma su arsenal poético que vuelve a alumbrar su manual de rockero clásico con imágenes certeras para completar un conjunto que deslumbra sin accesorios. Vuelve a destacar el uso de las guitarras, mayormente en acústico pero también con momentos eléctricos, en unas canciones que siguen bebiendo de la tradición norteamericana. Y una vez más su poética directa, única, despunta como una de los mayores placeres y riquezas de una obra que sigue su camino apoyada en la solidez de los mismos pilares.
De entrada nos conquista con las poderosas guitarras de ‘¡Cuidado!’, alerta cargada de un pesimismo presente en todo el álbum, y con los lentos aires cercanos al blues de ‘Como si fuera verdad’. A continuación prolonga el desengaño en el medio tiempo a ritmo de country de ‘La versión oficial’ a la que sigue ‘Mañana quién sabe’ un sosegado amanecer de la esperanza tras el que irrumpen con energía el piano y las guitarras de ‘Nuestro trabajo’. ‘No hay prisa por llegar’ es un precioso rockabilly que transcurre con ligereza y ‘Dinosaurios’ un derroche de imaginación sostenido con brillantez por las guitarras. El rock llega con contundencia en ‘Lo que llega y se nos va’, a golpes de electricidad y poesía, antes de que ‘Estrellas del purgatorio’ vuelva a relajar el ritmo con acento folk, también brillante. Una guitarra grave y el bajo cobran protagonismo y dotan de oscuridad a la bella ‘Enésimo dolor de muelas’ para recuperar una desesperanza maquillada en el cierre emocionantemente culminado por las guitarras de ‘Escalera de incendios’.
Un trabajo más de Lapido, ni mejor ni peor que otros, simplemente una pieza más de una obra enorme que conserva la garantía de la coherencia y la brillantez y que, apegado a partes iguales a la realidad y a los sueños, sigue avanzando con la misma firmeza desde que arrancó tras la disolución de los cero en 1996. Sin duda una de las mejores noticias que en el panorama patrio nos ha traído este agitado año musical.