Allá por 1994 un joven llamado Bek David Campbell, que necesitaba el éxito con urgencia y cuyos pasos parecían discurrir en la dirección opuesta, se toparía con este cuando más lo necesitaba y menos había hecho por encontrarlo. Recién debutado un año antes con apenas quinientas unidades de la casette «Golden Feelings», en una actuación despertó la curiosidad de los propietarios de un pequeño sello de Los Angeles (Bong Load Custom Records) que, en colaboración con el productor de hip hop Carl Stephenson, le posibilitaron grabar el sencillo que revolucionaría inesperadamente su carrera.
Era el despertar musical de un inadaptado, un eterno infante de nombre artístico Beck, que saltaba de las calles a las emisoras gracias a una canción que encontraba su momento y lugar en unos primeros noventa que acababan de encumbrar a Kurt Cobain y su apariencia ‘slacker’ y que con Loser venían a confirmar el atractivo de la desgana y la apatía generacional que levantaban pasiones contra pronóstico.
Se cumplen veinticinco años del lanzamiento de «Mellow Gold» tras su fichaje por el entonces efervescente sello Geffen Records y del despegue de una de las carreras musicales más fructíferas y estimulantes de las dos últimas décadas. Curtido en los ritmos urbanos del hip hop y el breakdance y nutrido de las más variadas corrientes de la música popular en un hogar inquieto artísticamente, su música resultaría de una inabarcable miscelánea de pop, folk, rap, latina, psicodelia o jazz cuyos mejores resultados estarían aún por llegar pero que descolló en este año, con este disco y especialmente con esa referencia generacional en la que se convertiría su primer gran éxito.
Lo cierto es que «Mellow Gold» no está entre sus mejores discos. Es un trabajo primario del que fueron aprovechadas las tres o cuatro canciones más radiables a las que fueron añadidos otros tantos delirios sonoros que, de menor interés, contribuían a caracterizar una condición de maldito e inadaptado que se iría diluyendo en sus siguientes trabajos. Pero su primer corte sería el origen de todo, Loser asaltó las emisoras de radio y televisión con su mezcla de blues del delta y hip hop y una letra de apariencia autoindulgente que, como gran parte del disco, también acepta una escucha llena de humor. Sus raíces folk quedan patentes en Pay No Mind (Snoozer), escrita bastantes años antes de su lanzamiento y también deudora de un emergente grunge, que se basta con la guitarra, el tambor y la armónica. Fucking With My Head (Mountain Dew Rock) es un brillante blues-folk, simple y efectivo, que tanto vale para una depresión como para una resaca.
A continuación aparecen los primeros desvaríos, como la macabra historia narrada con desencanto en Whiskeyclone, Hotel City 1997, la delirante y oscura grabación de Truckdrivin Neighbors Downstairs (Yellow Sweat) o la paranoia de ritmo pesado y distorsión de Sweet Sunshine; entre medio suena el rap Soul Sucking Jerk que, sostenido en bajo y batería, despotrica contra el trabajo. Beercan es un hip hop de lo más bailable antes de que la atonía y oscuridad reaparezcan en Steal My Body Home. En Nitemare Hippy Girl resuenan ecos de viejo folk y joven grunge y el cierre lo ponen el ruido y la voz cavernosa de la complicada Mutherfucker y la psicodelia acústica de Blackhole.
Así, esta apuesta surgida del underground californiano, en un tiempo hambriento de propuestas que acababa de descubrir el filón de una nueva expresión rabiosa y juvenil, le catapultaba a los primeros puestos de unas listas alternativas que darían luego paso a las más generalistas y comerciales sin renunciar nunca a la independencia creativa. Tan difícil de abarcar como de calificar una carrera que en 2017 regresaba con un álbum tan bueno como «Colors», y que en más de veinticinco años y doce referencias apenas ha dejado de sorprender, crecer y significarse como una de los más excitantes repertorios, la discografía de Beck llamaba a las puertas que inmediatamente se abriríanan para acogerle en el salón de los grandes de la música contemporánea.