Que La Habitación Roja ya eran una consistente realidad en 2010 no lo duda nadie; con más de quince años de carrera y tras seis discos de estudio además de otros en diferentes formatos, su nombre ya se distinguía en los carteles de los púberes festivales veraniegos españoles y gozaban de un importante número de seguidores (también algunos críticos) que les acompañaban en ese despertar del pop independiente junto a bandas como Niños Mutantes, Lori Meyers o Tachenco.
Que la exitosa trayectoria del cuarteto valenciano ya les había llevado a sumar algunos himnos indie y a mostrar diferentes caras también es sabido por quienes conocen algo de su discografía. Iniciados sobre las brillantes melodías producto principalmente de la pluma de Jorge Martí (también aunque en menor medida de Pau Roca) no sería hasta disfrutar de una posición consolidada sobre trabajos de éxito como ‘Radio’ o ‘4’, que darían el salto a una nueva discográfica (Mushroom Pillow) a la vez que al otro lado del charco para recrudecer su sonido en Chicago de la mano de Steve Albini en sus dos siguientes trabajos, los más básicos y directos de su carrera (‘Nuevos tiempos’ y ‘Cuando ya no quede nada’), en un desvío físico y musical que alteró su sonido sin que dejara de ser reconocible.
Y que en su vuelta a casa revitalizaron con brillantez sus señas de identidad, algo diluidas por la energía sin filtrar de su intensa experiencia norteamericana, también puede comprobarse escuchando el trabajo que nos ocupa que, grabado en Gandía en la primavera de 2009 y lanzado a inicios de 2010, recuperaba para sus canciones la luz y el calor de su tierra. Producido junto a Marcos Collantes (a la vez cabeza visible de su sello discográfico) y con la colaboración en los teclados de Jordi Sapena (con el que han contado hasta ‘Memoria’ como un miembro más del grupo), Jorge Martí firmaba todos los temas de un trabajo cuyo resultado denotaba una mayor elaboración y contenía un listado que apenas flojeaba. Como en otros movimientos de la banda la controversia estaba servida, pero con ‘Universal’ abrían una nueva etapa de brillante madurez que, me atrevería a decir, se extendería a su siguiente disco ‘Fue eléctrico’ antes de ir virando poco a poco hacia la electrónica y el baile en sus últimos trabajos.
El disco lo abre la magnífica Voy a hacerte recordar, potente y melódica, constante en el ritmo y la electricidad, que resulta energizante pese a su desalentadora letra y despista un poco respecto a la tónica general, dominada por los medios tiempos acústicos como La noche se vuelve a encender con sus ágiles guitarras y resabor mediterráneo, cuya línea se prolonga en Hacia la luz, más positiva y emocionante y con la misma temperatura melódica. Younger recupera el desamparo en las letras y destaca por la calidez que aportan las cuerdas, y el tono tristón continúa en Algo nos pasa, de tempo más ligero y arreglos más intensos.
A continuación experimentan una suerte de folk eléctrico con la sencilla Febrero, de resultado animoso, y con una testimonial Muertos Vivientes que dominan una agitada línea de bajo y un estribillo efectivo. Cajas tristes tiene un sonido clásico y sostiene la emoción en la sección de cuerdas, lenta hasta que el estribillo reaviva el sabor a pérdida, y Días de vino y rosas es una pieza acústica de pop sensible en extremo. La modesta belleza del cierre la componen Una nueva oportunidad, que insiste en los sentimientos en crudo desde la intimidad de las cuerdas y el armonio, al igual que la intensa despedida de No deberías, algo aliviada en las últimas guitarras.
Un disco de predominancia acústica, con reminiscencias del pop de los setentas y ochentas, sencillo y efectivo y de una alta carga sensible, en el que asoma el color de la esperanza que sucede a algunas derrotas. Plataforma desde la que continuarían evolucionando, fue concebido durante sus años más inspirados y supuso una de sus cimas de popularidad y uno de sus discos más completos, y también se convirtió en uno de nuestros preferidos de la banda.